La hojarasca de todos los años trajo el recuerdo de tiempos pasados que fueron peores y robó el reciente pluscuamperfecto, para su desgracia. En esta ocasión no trató de revivir la memoria enterrada, pero las alegrías morían rápido, ante sus ojos, enajenadas de sus sentidos. Y se resignaba en silencio, porque lo único que sabía era perder, y creía firmemente que así es como eran las cosas ahora, que disfrutar no tenía cabida, que había que ser pragmático.
No tenía aquella vieja sensación de vacío; por contra, podía sentir su interior fibrótico y cicatricial tirar de todo lo demás, retraerse y tratar de colapsar entrópicamente en un alma diminuta y encogida, como un nudo en el estómago.
Pero aún era otoño. Y cuando el viento hiciera desaparecer la hojarasca, dejaría un rastro que el invierno encontraría, tiñendo las nubes de negro, el mar de verde y el corazón de escarcha.
Y a decir verdad, uno nunca está preparado para la lluvia.
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