Es de
noche. La meteorología es la idónea, el Teide nevado corona la
roca, con su silueta salpicada de constelaciones amarillas. Entonces, con las manos
en los bolsillos de un vaquero desteñido y una sonrisa de absoluta redención, complacida,
de esas de no necesitar en la vida nada más que este momento perfecto, apuntas
al cénit, y contemplas cómo el vasto espacio simula ser un techo sobre
nuestras cabezas. El titilar de las
estrellas es un recuerdo de la continua expansión del universo, probablemente causado por la gravedad de la antimateria. Quizás un día Mercurio sea la nueva Tierra y los planetas gaseosos se esfumen.
Cuando te encuentras en este contexto te preguntas dos cosas: la primera, cómo es posible un cielo tan limpio (claro que, vienes de pasar unos meses bajo una capa importante de smog, cuando no son nubarrones y lluvia diluviana); la segunda, por qué al ser humano se le ocurrió en primer lugar levantar su cabeza y observar los fenómenos celestes y los movimientos de los astros, con fines más allá del mero disfrute de la estampa que acontece ante sus ojos. Y bueno, quizás también te preguntes si existe algún núcleo de vida inteligente en los confines del universo que se esté portando mejor con el resto del planeta y del cosmos que nosotros los Homo Sapiens.
Alguna nube se atreve a
cruzar sobre nuestras cabezas. Al tomar conciencia de la inmensidad del vacío, esa masa
de agua condensada se torna cercana y palpable, como un gran algodón de azúcar. Sientes el reflejo de estirar el brazo e intentar alcanzarlo, y no lo reprimes. Pero somos pequeños. Tan
pequeños que no tiene sentido comparar nuestra pequeñez con la de la hormiga o
el microbio. Somos como niños, siempre, en un nido, en un útero, en un huevo que alguien acaba de dejar caer hace un instante.
Documental "Home", parece ser que narrado por Salma Hayek. ¿Cuánta agua y cuánto petróleo crees que vale tu comida?
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