Lo simple que era todo cuando sólo había que juntarse en un banco a ver pasar las horas. Ahora no hay tiempo que perder. Hay que salir, hay que viajar, aprender, conocer caras nuevas y, ocasional y someramente, también a las personas. Mientras, tu gente se vuelve desconocida, y, sin importar cuántas veces te aborde, la extrañeza te sorprenderá cada vez, como un invierno.
Es terrible y desolador ser la orilla, pero también lo es ser una ola que recala en un sinfín de puertos. No hay camino de vuelta, no se puede volver de algunas cosas. La propia existencia se enrarece frente a la cotidianeidad de la que es presa el día, pero en la noche todo sale a la luz: nunca, nunca, nunca, volveremos a ser los de antes.
Quién nos diría que cuando fuéramos grandes seríamos capaces de las cosas más increíbles, y sobre todo, que nunca las haríamos juntos, que no estaríamos ahí para admirarnos, como dos buenos amigos contemplándose, divertidos, ante la indelebilidad del tiempo.