Entiendan a
quienes buscan su catarsis escuchando canciones del recuerdo de desamores y
affaires pasados. Porque en ocasiones la vida parece plana, pero cuando se
tambalea tienes ocasión de admirar su plenitud revisionando el fin de tus
muchas etapas bajas, mientras aflora en tu rostro una sonrisa que tensa el nudo
de tu garganta.
Es la banda
sonora de tu marcha triunfal dejando atrás ese ring sobre el que brilla un
reguero de sangre, a menudo propia, la que hace intrascendentes tus heridas de
guerra. Habías ido a coger impulso y no lo encontraste. Arriesgaste y no es que
perdieras, sino que tardaste en ganar. Te llevaste más de una ostia, y te devolvieron al caminito a palos. En ocasiones el contrincante
eras tú mismo, un lose-lose pero también un win-win, cual enfrentamiento con tu lado oscuro en el Tekken. En
ocasiones moriste, y reviviste en un escenario aún peor, cuando lo único que
querías era apagar el odioso despertador y seguir durmiendo. Lo mejor y lo peor
están por llegar, y todo es tan puto cíclico que más vale que tengamos bien
puestas nuestras respectivas gónadas, pero estaremos preparados.
Ahora,
silencio. Se apagan las luces. Un viejo episodio va a comenzar. Por el final.
Lo simple que era todo cuando sólo había que juntarse en un banco a ver pasar las horas. Ahora no hay tiempo que perder. Hay que salir, hay que viajar, aprender, conocer caras nuevas y, ocasional y someramente, también a las personas. Mientras, tu gente se vuelve desconocida, y, sin importar cuántas veces te aborde, la extrañeza te sorprenderá cada vez, como un invierno.
Es terrible y desolador ser la orilla, pero también lo es ser una ola que recala en un sinfín de puertos. No hay camino de vuelta, no se puede volver de algunas cosas. La propia existencia se enrarece frente a la cotidianeidad de la que es presa el día, pero en la noche todo sale a la luz: nunca, nunca, nunca, volveremos a ser los de antes.
Quién nos diría que cuando fuéramos grandes seríamos capaces de las cosas más increíbles, y sobre todo, que nunca las haríamos juntos, que no estaríamos ahí para admirarnos, como dos buenos amigos contemplándose, divertidos, ante la indelebilidad del tiempo.
Aunque me
gusta sentir los primeros rayos cálidos del año en una mañana gélida de
febrero, y el frío cortante en mi cara al caminar de frente al viento invernal,
sin duda prefiero el lorenzo del sur;
la vida
tranquila;
los partidos
de futbol de los chicos en la playa;
las
acampadas de late night and early naked yoga en la arena mirando el amanecer en
mi sitio favorito;
el bañito
salado del 1 de enero y el de la noche de San Juan;
las
infinitas tardes que se nos hicieron noches en algún mirador donde poder ver y
oír las olas romper contra la roca volcánica;
bailar samba
y levantar la arena bajo mis pies;
encaramarme
en las rocas alrededor de un charquito;
los pateos
que llevan al agua;
cuando
cuelgo el bikini en la agarradera del coche y asoma cual bandera por la
ventanilla en la autopista;
las noches
de verano, de cervezas y pipas rondando algún muelle;
caminar por
las atarjeas de la finca del Bollullo hasta el acantilado y asomarme;
encontrarme
por el camino con el león de Anaga;
el reflejo
dorado que tiene la arena oscura en Benijos;
los
latigazos de mi pelo al viento en el Médano;
cierto
chiringuito en la Tejita;
el recuerdo
de pipiolilla de la primera ola que me revolcó en el Socorro sin saber siquiera
nadar, y el de comer bocata de tortilla con arena en las Teresitas;
las noches
en Candelaria, a la luz de un liado y de la Luna llena y su reflejo sobre el
mar;
la búsqueda
de la playa sureña más recóndita conduciendo en bikini;
saltar de
sombrilla en sombrilla y de toalla en toalla en la playa de "La
Arena-caliente-nivel-infierno" para no quemarme los pies;
hacer
equilibrios en el murito que separa el charco de Las Viejas y el de Los Niños
del Caletón, sobre todo la noche que viene tras un duro día de romería;
las dunas
furtivas en la carreterita del Porís, su faro y su plaza;
respirar
ansiosamente por un tubo tratando de otear los fondos marinos de Teno;
las ganas
que tengo de bajar Masca y nadar con tortugas y delfines y morirme de miedo,
claro;
el
inevitable síndrome de Stendhal al contemplar la postal de los infinitos
palmerales y el mar azul zafiro en la costa realejera;
los paseos
nocturnos con olor a gofres por San Telmo;
sentarse a
ver a la gente pescar en Punta del Hidalgo;
Octavio
Paz escribió una vez: "En las grandes ocasiones,
en París o en Nueva York, cuando el público se congrega en plazas o estadios,
es notable la ausencia del pueblo: se ven parejas y grupos, nunca una comunidad
viva en donde la persona humana se disuelve y rescata simultáneamente."