Lo bueno dura lo que
un cigarro. En silencio y encogida, lo sujeto entre el pulgar y el corazón. Lo
consumo rápido, sin apenas respirar, desde la primera calada
hasta la última brizna de humo que apuro y quema dolorosamente mis labios, mojados
de sal, entre mueca y mueca. Y lo paso
deprisa por mi garganta llena de nudos, porque el regusto ácido de lo que acaba ya es suficientemente
nauseabundo como para rumiar desde el principio el sabor de los falsos
comienzos.
De lo contrario, si
lo observara con esta mirada oscura y sombría consumirse como el tiempo hasta
apagarse enteramente, toda la estancia adoptaría un olor rancio difícil de
matar, y la atmósfera asfixiante acabaría por oprimir mi ser, empequeñeciéndolo y cubriéndolo de grises cenizas. Inmóvil, no se puede renacer
de las cenizas de otro.
Nunca trates de
alargar lo que dura un cigarro.